Decía que estaba bien, pero tras esa mueca de felicidad se escondía un dolor tan concurrido, tan roto. Le gustaba la soledad, cuando ella elegía cogerla de la mano, pero la detestaba con toda su alma cuando buscaba calor en una piel, y ésta no se lo daba. Sin embargo, otras pieles iban en busca de la suya, pero ella las rechazaba. Le dolía no encontrar la esencia de una mirada en ninguna otra de las que paseaban por la ciudad. Pero había decidido reservar, desde aquél preciso instante, sus labios, agrietados por el frío y las desilusiones. Reservarlos para cuando se fuera todo el daño, aunque fuera a compartirlos con algún extraño. Pero necesitaba curarse primero. Dejar de sangrar desde dentro, dejar de llorar lágrimas secas y dejar de sonreír falsamente. Necesitaba dejar de hablar constantemente para eludir sus pensamientos, sus nostalgias. Necesitaba retirarse de la cordura humana durante una temporada. Largarse. Dejar el recuerdo de un olor tan dulce que no le permitía avanzar. Necesitaba dejar de negarse que no lo necesitaba. Quería salir corriendo, aquella misma noche. Correr por la ciudad, gritar que ya no necesitaba de manos amigas, que estaba mejor sola. Siempre estuvo mejor sola. Hasta que aparecieron sus ojos. Ahí empezó todo.
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